2011 -texto

Nu

Publicado en Arte: Diccionario Ilustrado. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Vigo, 2012, pp. 236-239.

La idea de un sujeto de la enunciación, la idea de un deseo motorizado por objetos y la idea misma de algo que decir son efectos secundarios de la obra, de su instauración retrospectiva. La ilusión de que este sujeto, este deseo y este querer decir existen antes de la obra es tan sólo la imagen deformada, pasivamente contemplada, de esa primera retrospección activa. Para querer decir algo, hay que disponer de la frase en la que esa voluntad se articule, en la que esa cosa se nombre. No depende de tal o cual deseo, no se deja determinar por objetos de deseo, estados a provocar, cosas o seres a alcanzar; ni siquiera depende del sentido, pues todavía no quiere decir nada.
Leo que una frase es un conjunto de palabras que basta para formar sentido. Que la palabra es sonido. Nombrar. Proferir. Una palabra me persigue, y esta palabra tiene forma, aspecto, significado, sentido, el mismo y distintos a la vez, es inagotable. Las palabras, yo las necesito. Las busco, a veces aparecen, vienen con facilidad, se dejan acomodar en una frase. Otras, fuerzo su ayuda. Tengo una necesidad primera de definir, de condensar un pensamiento en una frase, en unas pocas palabras, que abran y pongan límites a un sentimiento, a una sensación, una percepción, al mismo pensamiento. Pessoa me recuerda que «olvidamos que, por aquello que no hicimos, no fuimos; que la primera función de la vida es la acción, del mismo modo que el primer aspecto de las cosas es el movimiento.» El movimiento es el ritmo de búsqueda, el tempo que elegimos de vida. La sintaxis misma es ese ritmo. Pero existen también en la frase relaciones precisas de un término con otro sin vinculación, con los límites de sus miembros y que no se cuidan de su organización gramatical: eco, matiz, oposición, tropo, relación de tal término con tal otro cuya ausencia se hace sentir, o con su propia ausencia que se hace sentir en otra parte, etc.
Qué esperar de la imperturbable e impronunciable. Ante mí siempre. Inquiriendo mi persona. La palabra que la nombra, ella misma es misterio. Su significado se desvanece inalcanzable. Tratar de definirla es un juego imposible. Palabra y forma se vinculan por la necesidad de consistencia, de ser. Pensarla es un ejercicio infinito e indefinido que trabajo por el placer de la fuga ensimismada. La trampa es el reconocimiento. Perderse y encontrarse. La cuestión se agota entonces por sí sola. La necesidad de reconocerse viene dada por la magnífica libertad que proyecta. Ella está, allí siempre. Ella es lo más próximo. No sólo la aproximación revela ser aquí imposible, si fuera cuestión de mantenerse en esta proximidad sin parangón, de atenerse a ella, sería insoportable. En esta proximidad insostenible únicamente cumple oficio de retorno un movimiento, la puesta en escena del retorno allí donde no hubo la menor distancia.
La palabra proyecta su origen en el ímpetu del proferimiento. Ahora bien, ¿no tiene cada palabra, incluso antes de tomar forma, un sujeto a cuyo propósito servirá? Será un ejercicio imprudente. Definirse, decirse a través de la palabra, ella me hace, me descubre o me descubro por ella. No me disculpo, busco mi transparencia, mi claridad. El paisaje antes de la línea me da espacio, me descubre como cuerpo. La instalación en lo real presenta mis inmediatos vínculos con el entorno. Sensaciones, percepciones, sentimientos abren y crean el mundo, establecen relaciones en las que yo vivo, desde mi propia subjetividad, lo otro con lo que me encuentro. Este encuentro tiene lugar y tiene tiempo. Sin esta coincidencia en el espacio y en la temporalidad no es posible la relación ni esta primera forma de existencia. Por supuesto que mi cuerpo es el elemento esencial para esa ampliación de los propios límites. En ello precisamente consiste la vida. Mi cuerpo también es espacial. No sólo está en el espacio sino que es espacio. Y este cuerpo se mueve, cambia, asimila espacios exteriores a él mismo pero, sobre todo, descubre, en ese mundo exterior que utiliza, la presencia de lo semejante.
«Buscar el sentido es sacar a la luz lo que se asemeja», dice Foucault. Creo entonces un espacio de seducción. No es el sujeto lo que necesito, es el espacio del “otro”: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una negligencia del goce: que el movimiento del juego continúe. Trazo dos límites: uno prudente, conformista; y otro límite, móvil, vacío, elástico, que no es más que el lugar de su efecto. Ambos límites son necesarios. Pero es la fisura, el pliegue, el instante insostenible, imposible. El lugar de una pérdida. El lugar de mi disolución. Convoco a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y volver a irse inmediatamente. En el otro límite, todos los significantes están allí pero ninguno alcanza su finalidad. Colmada por el lenguaje espero que ocurra algo, pero nada pasa: lo que “ocurre”, aquello que “se va”, la fisura de los bordes, pasan en mí las palabras, los trozos de sintagmas, los finales de enunciados, pero ninguna frase se forma, como si ésta fuera la ley del lenguaje, un discontinuo definitivo, me encuentro fuera de la frase.
Este texto es una determinada forma de exterioridad, como un objeto de lo real, me ofrece un primer nivel de experiencia. Este texto hace presente una forma propia de transformación, de proyección. Una consciencia semejante produjo esa palabra a través de la cual experimento una nueva configuración y sentido de la alteridad. Desde el centro mismo de la subjetividad emerge la necesidad de comunicación, me descubre observadora y atenta al movimiento del pensamiento que ronda el lenguaje que me hace ser más allá de la inmediata y directa vinculación afectiva, la paulatina constitución de espacio significativo que me levanta hacia una retícula intersubjetiva en la que me diluyo.

Teruel, 25 de septiembre de 2011