Palabras de ida y vuelta, pensamientos que vienen y van
Acción (leyendo y caminando) en las 1as Jornadas de (los) Usos del Arte. Usos de ida y vuelta. En la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de Teruel, el 7 de noviembre de 2013.
Ir. Volver. Venir. Anverso y reverso (vuelto). Ida y vuelta.
Palabras como “retornable”, “reversible”. Retornar: devolver, restituir. Volver a torcer una cosa. Hacer que una cosa retroceda o vuelva atrás. Volver al lugar o a la situación en la que se estuvo.
Retornar uno en sí. Volver en sí.
Jugar con el lenguaje me posibilita observar mi propio proceso de trabajo.
Palabreando.
Como el pensamiento, moviendo el pensar. Haciendo pensamiento.
La cabeza viene y va. Da vueltas.
Entre el pensar y el hacer.
Del pensar al movimiento.
Mover una voluntad.
Necesidad y voluntad.
Usos de ida y vuelta.
Retorno. Retrospección. Retrovisor.
Lo emocional. De fuera a dentro. Algo se remueve. De dentro a fuera.
La escritura y la voz.
Digo y escribo.
Tomo el lenguaje. Las palabras dan vueltas. Se mezclan. Crean, forman otras palabras.
Escribir en la horizontal. En la página rallada. En el horizonte.
Deconstruir el lenguaje para hacer otro lenguaje.
Y sigo dando vueltas. En un pensamiento de ida y vuelta.
Un pensamiento es una frase posible. Antes de toda intuición, esta posibilidad es objeto de una decisión. Una nueva frase es posible justo en la medida en que se la busca efectivamente.
Paseo, escucho, miro, huelo, digo, leo, dibujo, escribo, hago; sin embargo no dejo de pensar.
Mi relación en el contexto, sea lugar o el otro, me posiciona, señala mi lugar con respecto al otro, conforman mi manera de estar en el mundo.
Mi relación con los objetos, con las cosas y los materiales que encuentro y recojo, que luego descontextualizo; la mirada es transformada, la lámpara o el vidrio son potencias; materias liberadas me regresan, me devuelven a un estado de pensamiento cero donde recrear es necesario y forzoso.
La experiencia es un origen contemporáneo, una forma de retrospección.
Una experiencia comienza con la aparición de una cosa y con el primer uso de una palabra.
En la forma más simple de la aparición, una cosa cae.
Antes de ser instalada, objetada a una representación, librada a un uso, una cosa cae ante la vista, ante el sentido; se aloja, aterriza.
Su “primera vez” fue imprevisible, sometida al azar de un encuentro. La contingencia o la gracia de su aparición no indican una proveniencia lejana, invisible. Son, más bien, la marca de lo que llega a su lugar propio sin ninguna proveniencia: de una cosa que no es todavía un objeto, dada antes de ser presentada.
En la relación más simple entre la palabra y la cosa, la palabra nombra la cosa.
Antes de ser asociada a una imagen, de sellar la clausura de una representación, la palabra se contenta con remitir a la cosa, con indicar la cosa en su lugar propio.
La referencia es un lazo más tenue pero más fuerte que el que existe entre una representación y el objeto representado: un simple enganche de la palabra a la cosa, sin la violencia de una apropiación, sin su precariedad.
La referencia tiene lugar, no se la puede reforzar ni comprometer.
Referencia y aparición se conjugan.
Dos movimientos se miden el uno al otro y forman así una célula rítmica: el de una cosa viniendo al encuentro, el de una palabra apuntando hacia ella.
Y estas formas, las más simples de la experiencia, dejan la cosa intacta, porque la cosa misma no es, para mí, más que la pulsación entre aparición y referencia.
(Hay pulsación solamente porque cada cosa tiene varios nombres, y cada palabra, varios referentes.)
La aparición se instala en una presencia cierta: la cosa deviene objeto de una representación.
La referencia se satura de subjetividad: la palabra se liga a imágenes.
Para querer decir algo, hay que disponer de la frase en la que esa voluntad se articule, en la que esa cosa se nombre.
No depende de tal o cual deseo, no se deja determinar por objetos de deseo, estados a provocar, cosas o seres a alcanzar; ni siquiera depende del sentido, pues todavía no quiere decir nada.
Pensar quiere decir: buscar una frase. (Pierre Alféri)
No se puede buscar una frase sino por medio de otras frases.
En el momento más concreto de la invención, un pensamiento tiene lugar.
Una elusión precede a cada pensamiento: la de la frase buscada.
Y un desorden lo sucede: el de las frases que fluyen para reemplazarla de modo provisorio.
Ellas vienen a la mente porque ya fueron empleadas, vuelven como efecto de una fuerza inercial del lenguaje, memoria anónima o uso pasivo.
La búsqueda pasa así por la retrospección, por la evocación de frases de formas familiares.
Pero, desde el punto de vista de la frase presentida, parecen gastadas, inutilizables. (Una voz elige; al principio, se la escucha rehusándose.)
La retrospección se vuelve entonces activa, revoca las frases evocadas arrojándolas a un pasado más lejano que el de la memoria anónima: un pasado concluido.
Una frase nueva se inventa a partir de lo que se aleja, en una distancia y un vacío artificiales.
Al evocar y luego revocar una serie de frases disponibles, no sólo se aparta un obstáculo, sino que se trabaja un material.
Las frases gastadas vienen a la mente y se les pasa revista porque una afinidad las enlaza.
De buena gana se hacen variar las palabras, los grupos de palabras, de punta a punta; la afinidad no reside en ellas tomadas aparte: reside en cierta relación entre ellas, relación que se intenta reencontrar en cada frase y mantener a través de esos cambios.
La afinidad que rige el retorno de unas frases en vez de otras se resume, pues en una relación de relaciones, en una analogía.
La analogía tiene por principio la frase buscada misma, que se vuelve accesible en el descubrimiento de la analogía.
La posibilidad de una frase consiste solamente en el movimiento de su búsqueda; y es esto lo que hace de ella un pensamiento.
Cuando una posibilidad de este orden es pensada hasta el final, una frase nueva se forma.
Leo que una frase es un conjunto de palabras que basta para formar sentido.
Que la palabra es sonido.
Nombrar. Proferir.
Una palabra me persigue, me obsesiona, y esta palabra tiene forma, aspecto, significado, sentido, el mismo y distintos a la vez, es inagotable.
Las palabras, yo las necesito.
Las busco, a veces aparecen, vienen con facilidad, se dejan acomodar en una frase.
Otras, fuerzo su ayuda.
Tengo una necesidad primera de definir, de condensar un pensamiento en una frase, en unas pocas palabras, que abran y pongan límites a un sentimiento, a una sensación, una percepción, al mismo pensamiento.
Pessoa me recuerda que «olvidamos que, por aquello que no hicimos, no fuimos; que la primera función de la vida es la acción, del mismo modo que el primer aspecto de las cosas es el movimiento.»
El movimiento es el ritmo de búsqueda, el tempo que elegimos de vida.
¿Qué esperar de la imperturbable e impronunciable? Ante mí siempre. Inquiriendo mi persona. La palabra que la nombra, ella misma es misterio. Su significado se desvanece inalcanzable. Tratar de definirla es un juego imposible.
Palabra y cosa se vinculan por la necesidad de consistencia, de ser.
Pensarla es un ejercicio infinito e indefinido que trabajo por el placer de la fuga ensimismada.
La trampa es el reconocimiento.
Perderse y encontrarse.
La cuestión se agota entonces por si sola.
La necesidad de reconocerse viene dada por la magnífica libertad que proyecta.
Ella está, allí siempre. Ella es lo más próximo.
No sólo la aproximación revela ser aquí imposible, si fuera cuestión de mantenerse en esta proximidad sin parangón, de atenerse a ella, sería insoportable.
En esta proximidad insostenible únicamente cumple oficio de retorno un movimiento, la puesta en escena del retorno allí donde no hubo la menor distancia.
La palabra proyecta su origen en el ímpetu del proferimiento.
Ahora bien, ¿no tiene cada palabra, incluso antes de tomar forma, un sujeto a cuyo propósito servirá?
Será un ejercicio imprudente.
Definirse, decirse a través de la palabra, ella me hace, me descubre o me descubro por ella.
No me disculpo, busco mi transparencia, mi claridad.
El paisaje antes de la línea me da espacio, me descubre como cuerpo.
La instalación en lo real presenta mis inmediatos vínculos con el entorno.
Sensaciones, percepciones, sentimientos abren y crean el mundo, establecen relaciones en las que yo vivo, desde mi propia subjetividad, lo otro con lo que me encuentro.
Este encuentro tiene lugar y tiene tiempo.
Sin esta coincidencia en el espacio y en la temporalidad no es posible la relación ni esta primera forma de existencia.
Por supuesto que mi cuerpo es el elemento esencial para esa ampliación de los propios límites.
En ello precisamente consiste la vida.
Mi cuerpo también es espacial. No sólo está en el espacio sino que es espacio.
Y este cuerpo se mueve, cambia, asimila espacios exteriores a él mismo pero, sobre todo, descubre, en ese mundo exterior que utiliza, la presencia de lo semejante.
«Buscar el sentido es sacar a la luz lo que se asemeja», dice Foucault.
Creo entonces un espacio de seducción.
No es el sujeto lo que necesito, es el espacio del “otro”: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una negligencia del goce: que el movimiento del juego continúe.
Trazo dos límites: uno prudente, conformista; y otro límite, móvil, vacío, elástico, que no es más que el lugar de su efecto.
Ambos límites son necesarios.
Pero es la fisura, el pliegue, el instante insostenible, imposible.
El lugar de una pérdida. El lugar de mi disolución.
Convoco a todas las palabras a hacerse presentes, darse prisa y volver a irse inmediatamente.
En el otro límite, todos los significantes están allí pero ninguno alcanza su finalidad.
Colmada por el lenguaje espero que algo ocurra, pero nada pasa: lo que “ocurre”, aquello que “se va”, la fisura de los bordes, pasan en mí las palabras, los trozos de sintagmas, los finales de enunciados, pero ninguna frase se forma, como si ésta fuera la ley del lenguaje, un discontinuo definitivo. Me encuentro fuera de la frase.
Teruel, 6 de noviembre de 2013