Una vida otra
Publicado en el catálogo de la exposición La misma vida como. Vicerrectorado de Extensión Universitaria, Universidad de Jaén, 2012, pp. 15-30.
Más allá de la preocupación por la actitud o por la obra, la intuición domina la idea misma de la vida cotidiana. La relación entre unos y otros en un espacio determinado. El movimiento inicial por el que se perpetúa, se reproduce o se reinventa la relación entre uno y otro. Las reglas de la convivencia (mi lugar en el espacio como hija, pareja, amiga) hablan de mi relación con mis familiares y amigos; los objetos cuadriculan el territorio, la ciudad, la casa y el propio cuerpo, y me informan de dónde estoy, de dónde voy, de lo que me está permitido y lo que me está prohibido hacer. El exterior y el interior, el ahí y el aquí, el otro y el mismo se conjugan a través de las miradas y de las experiencias particulares para negociar con uno mismo y con el otro.
Los objetos surgen en los puntos de encuentro y reunión de los hombres: en los umbrales de las casas, en las plazas públicas, en los mercados, en las cunetas, en los campos cultivados. En muchos aspectos, estos objetos funcionan a modo de prótesis humanas. Son como proyecciones del yo hacia el corazón de la alteridad que, como recompensa, le permite construir su identidad. El espacio es investido de sentido social; la persona se define como un conjunto de relaciones; y es gracias al objeto mediador, garante del sentido, que se dan las relaciones.
Ortega hizo una luminosa distinción entre contemporáneos y coetáneos, que explica la coexistencia en el mismo tiempo físico de distintos tiempos vitales. Los primeros -los contemporáneos- son los que viven en el mismo tiempo físico. Los segundos –los coetáneos- son los que comparten el mismo tiempo vital, la misma sensibilidad para el presente. Entre ambos hay, como ya señalara Bloch, una asimultaneidad de tiempos. Los que viven en el mismo tiempo no viven de la misma forma el tiempo. En cada época se destaca una faceta del tiempo de la vida por parte de una generación, y eso forma parte de su autoafirmación y es un elemento clave de alternancia en la transmisión del poder generacional. Esa faceta del tiempo de la vida, absolutizada respecto a las demás, la convierte en una especie de obra de arte total. Es la vida en tiempo real reducida al inmediato presente. Sólo que el tiempo real es uno de los posibles tiempos de la vida.
Interpretar una obra de arte es situarla dentro de algún contexto –un contexto de ideas filosóficas, acontecimientos políticos, biografía personal, otro arte. El contexto designa el “conjunto de circunstancias en las cuales se inserta un hecho”, circunstancias que están ellas mismas en situación de interacción. El “contexto” etimológicamente es “la fusión”, del latín vulgar contextus, de contextere, y que significa “tejer con”. El hombre teje relaciones con el mundo con la ayuda de signos, objetos, formas, gestos ordenados según las reglas de una economía de la existencia motivada por una visión de la vida y del arte.
La postura se apega así a lo que adviene en el presente. Esta actitud, que se caracteriza por la búsqueda de una existencia justa en relación a las circunstancias, inventa y trabaja con modos de pensamiento y estilos de vida en los que se dan una nueva relación con el mundo. Es preciso tomar y resistir el tiempo presente, pero también esculpir el tiempo vivido, construir la vida cotidiana como se modela la arcilla. Se trataría de una posición de equilibrista, inventando posibles relaciones entre lo fugitivo y lo duradero. La vida es el escenario de trabajo. Crear es vivir: el tiempo vivido y el tiempo de la creación se superponen.
Para el arte moderno el contexto más relevante e inmediato han sido siempre otras obras de arte dentro del mismo medio, o la tendencia a identificarse con, o ser análogo a otro trabajo en otros medios. La alternativa natural a la muy exclusiva teoría del modernismo, su fórmula unión, visión y espejo, es la enfáticamente completa teoría de la Gesamtkunstwerk u “obra de arte total”. Derivada en parte de la concepción de la ópera de Wagner como un lugar de intersección y síntesis de todas las artes. Asociada a la idea de una síntesis artística, pero lógicamente distinta a ella, es la idea, o ideal, de eliminar la distinción entre arte y no-arte, y de la fusión del arte y la vida.
Inicia Nicolas Bourriaud su libro Formas de vida con la siguiente afirmación: «Muchos son los que definen el arte como lo opuesto al trabajo». Todo trabajo, artístico o agrícola, comienza con un conjunto de decisiones (la elección de las herramientas, de las semillas, de los soportes o superficies, de los temas o el cultivo) y por la elección de una actitud con la que se habitará esos materiales. La persona se construye así una “identidad formal” a partir de la lengua que hereda y del estilo que denota su historia personal. Pero las formas albergan valores precisamente porque son producidas, en sentido propio, por comportamientos. Sembrar, cosechar, ensamblar, recoger boñigas o hacer masa madre son gestos que remiten a un tipo de comportamiento y a un mundo de valores concreto, el cual induce a una ética creativa insumisa a la norma colectiva. La obra expresa posiciones éticas a través de la forma. Dar forma es comprometerse; crear es crear valor.
Cada trabajo refleja unas disposiciones fisiológicas y pequeñas decisiones existenciales que expresan un compendio de elecciones, hábitos y gestos que se especializan en acciones u objetos. En un segundo momento, se decidirá si estas elecciones están destinadas a repetirse o a permanecer únicas. Estos modos de hacer dibujan un comportamiento que se inscribe en una economía general de la existencia. La forma no es un fin en sí mismo, sino la puesta en marcha de un proceso que apunta a la abolición, por todos los medios posibles, de la distancia que separa el arte de la vida. La construcción, el montaje, el happening ponen en relación, suturan realidades heterogéneas, nacen de los hiatos, de las fracturas del pensamiento. Utilizan la posibilidad de significar a través de la realidad misma. Si bien conceden una importancia a la puesta en obra de la vida cotidiana, se aporta un fragmento de su existencia con el fin de que prenda en la superficie de la obra, como un injerto en el tronco de un árbol.
«La identidad se construye poniendo a prueba la alteridad» (Marc Augé, Ficciones de fin de siglo, 2001:62)
Si de lo que se trata es de recordar –porque nosotros somos aquello que recordamos, es decir, somos porque recordamos–, entonces lo que no recordamos tal y como es, no es el pasado. El pasado viene después, sin previa cita ni necesidad de que lo invoquemos, el pasado se está dando y aflorando aquí y ahora; en el presente revivido por sabores, olores, sonidos que vienen acompañados de aquel ser, de aquel lugar y aquel tiempo. Así pues, es el presente lo que no conseguimos atrapar; presente eternamente fluctuante, sin refugios y sin puntos cardinales. El presente, no bien acontece, al momento es reapropiado, interpretado, descompuesto. Así también la vida, nuestra vida multiforme, huidiza y siempre distinta. Pensarlo es emocionante y, a la vez, insólito. Vernos caer en el vacío presente, en la nada misma. Nos quedamos así atrapados en una paradoja que nos causa aún mayor estupor: el tiempo no existe, todo es presente.
El arte busca la vida, pero también puede perderla en el intento porque está enteramente concentrado en ella. No hay nada más alejado de la realidad que el arte que nos está recordando en todo momento que la vida y el mundo están perdidos el uno para el otro; y no hay nada más subversivo que él, que nos devuelve a la verdadera vida al exponer lo que la vida real y el tiempo global asfixian.
Situación paradójica de la que debemos partir para encontrar lo perdido, pero no como objeto perdido, pues lo que se ha perdido está necesariamente perdido para estimular otra búsqueda sin respiro. Tanto el objeto perdido como el lugar perdido no son capaces de procurarnos la energía para el movimiento, para el juego necesario. Toda nuestra filosofía, psicología se organizan en torno a la falta, en torno a la pérdida, en torno a lo negativo. Aquí aparece el deseo, el pensamiento del deseo que siempre ha estado fijo al sujeto. El problema es que estamos en un mundo en el que ya no hay sujetos, tan sólo seres individuados con todo tipo de poderes pero sin el otro. Jean Baudrillard nos recuerda que «la energía se engendra de la alteridad radical, es decir, de la imposibilidad aun de oponer las cosas por pares como lo hacemos en todos los juicios de valor que tenemos, sean políticos, morales, filosóficos y, desde luego, artísticos también» . Por consiguiente, la energía sólo puede surgir de esa disociación sin esperanzas de salvación.
El verano y el invierno, la siembra y la cosecha, como la vida y la muerte son elementos que se siguen el uno al otro, formas que se encadenan no que se oponen, son irreductibles, pero se seducen unas a otras, y en esto está el encanto y la energía. Entonces ahí está el asunto: en superar toda nuestra problemática de la diferencia, para vérnoslas de nuevo con la alteridad radical y ya no con la diferencia. Pasar al otro lado es lo que nos queda, ser el objeto de deseo, máquinas de seducción, el motor de desplazamiento y de ilusión imprescindible para la construcción de una escena y de un acto de creación.
En este sentido se necesitan nuevos equilibristas que sepan que el arte es ilusión, además de trabajo, riesgo, vértigo, mas siempre intuición. Que sepan que todo arte, en lugar de ser una versión más o menos realista del mundo, es creación. No sólo consiste en inventar señuelos en donde la realidad del mundo sea lo bastante ingenua como para dejarse coger, sino como nos lo decía Proust «un gran escritor no tiene que inventarlo en el sentido corriente, porque existe ya en cada uno de nosotros, no tiene más que traducirlo».
Pensando en lo útil, se trata de reconciliar la creación, el trabajo y la existencia cotidiana. En este sentido el arte inventa puntos de contacto inéditos, revela relaciones todavía desapercibidas, genera vidas increíbles y usos nuevos: para intensificar nuestra relación con el mundo y resistir a la hegemonía de la economía espectacular. Crear una obra de arte es tomar posición, se quiera o no, en relación a la división del trabajo y la estandarización de los comportamientos. Comprometerse con la obra, no para saber de qué está hablando, sino para reflexionar qué es lo que ocurre.
No se trata de generar sentido con ayuda de signos representados, sino de producir relaciones con el mundo en la vida cotidiana. La obra crea modelos de valor, propone economías de existencia, las «posibilidades de vida» evocadas por Nietzsche. Como el término ecosofía, propuesto por Felix Guattari, para enseñarnos a «pensar transversalmente» un mundo en que el intercambio es imposible y las producciones están estandarizadas. Contra esta estandarización debemos inventar territorios, cultivar inquietudes, producir nuestra existencia.
El presente, el ahora de la telemática, este presente que nos ofrece la ciencia y la comunicación, pretende la sincronización del mundo; es decir, conseguir una información total, sin fronteras, y así la simultaneidad de todos los acontecimientos. Lo mismo ocurre con la globalización del tiempo que eliminaría la diferencia de los tiempos locales y eliminaría también la perspectiva del espacio real, este espacio gracias al cual me sitúo con relación a quien está a mi lado, a quien me toca en sentido físico y no en el sentido de los captores. Pero estamos tan acostumbrados –pulsando un botón– a disponer de las últimas noticias y de la información de cualquier parte de la Tierra y más aún del ciberespacio, es tan normal que nada llama nuestra atención, no hay maravilla ni extrañeza; ni tan siquiera somos conscientes de la desaparición del tiempo, porque el espacio hace ya tiempo que ha sido absorbido, devorado por las imágenes, por la velocidad de los medios de comunicación y de los transportes.
Hoy en día todo se mueve, tanto en el plano del sentido como en el del espacio. Los movimientos de población, el desarrollo de las comunicaciones, la globalización afectan a la simbolización de las relaciones inscritas en el espacio. El sentido social se debilita en el mismo momento en que los espacios de la comunicación, de la circulación y del consumo se hacen más anónimos.
Si el vínculo entre arte y realidad se rompe, no es tanto por el hecho de que el arte deje de ser mimético, figurativo o realista, sino porque la realidad se elude: la historia, el espacio y la alteridad no se captan más que a través de las imágenes. Detrás de la imagen no hay nada más que imagen; y la imagen ni se imita ni se representa, se multiplica idénticamente sin la ayuda del arte. Lo genérico elimina a la vez lo local y lo universal.
Todo esto nos lleva a insistir en la cuestión acerca de la actualidad del arte, porqué el arte al igual que el tiempo se ha vuelto real, ha desaparecido en la realidad absoluta de la hiperrealidad. El arte es un máquina de ilusión, una máquina de seducción, si se sitúa en el terreno de la realidad ¿dónde encontraremos el espacio de encantamiento y de ilusión desde el cual rechazar toda esta vorágine de situaciones y pensamientos vacíos en este momento eterno para el cual no hay vuelta atrás?, ya no podemos deshacer lo hecho en este plano del mundo y del tiempo.
«Hoy es para nosotros cuestión de decencia no querer ver todo desnudo, no querer estar metido en todo, no querer entender y saber todo» (Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, 2002:41)
A no ser que toda la desaparición del arte se convierta en «un arte de la desaparición», como señala Baudrillard. Si el mundo es ilusión, en el sentido de que no hay representación posible del mundo (del mundo visible y del mundo invisible, de todos los mundos posibles e imposibles), porque el mundo inmanente no tiene doble; es decir, es apariencia pura. De la misma manera ocurre para los seres y las cosas, nunca somos contemporáneos, siempre estamos ausentes los unos para los otros. Y esto es la ilusión del mundo, esta ausencia, este desfase en el tiempo y en el espacio, hace que las cosas estén ausentes de sí mismas, que los seres estén ausentes unos de los otros, y por eso hay alteridad, por eso hay vida.
El mundo ya no puede ser recreado como en las obras de antes; es decir, desde la perspectiva única del creador. Antes el arte era un encuentro único en un momento dado entre alguien –una imaginación– y un objeto. Había una ausencia, una distancia entre el artista y su obra, y no había ni promiscuidad ni confusión de papeles; pero sí, una seducción, la creación de una relación dual, cómplice y secreta. Pero esta complicidad se ve amenazada por la universalización de la obra de arte. A partir del momento en que todo puede convertirse en obra, todo individuo se convierte evidentemente en público de arte. Y ahí, en esa relación público-obra, no se ve que haya esa especie de cortocircuito, ni siquiera sorpresa, esa admiración que al fin y al cabo es una pasión debido a que algo en ese objeto seduce; es decir, esa pasión que distrae de la propia identidad, del propio ser y hace que uno sea otra cosa, que pase hacia otra cosa.
El mundo se halla desintegrado, y sólo si uno se atreve a mostrarlo en su disolución es posible ofrecer de él alguna imagen verosímil. Crear una realidad distinta desde la realidad empobrecida y sinsentido del mundo de hoy. Explorar los innumerables, infinitos sentidos de la realidad por crear y que sólo podremos inventar desde dentro de esa realidad. A partir del momento en que la labor creativa resiste, es posible volver a introducir una distancia, una separación, unos intersticios entre la persona y su entorno. Para devolverle con gran ahínco la fuerza de la mirada y la audacia del deseo a través del sentido de lo real.
Esta es nuestra elección, trabajar del lado de la otredad, de la vida, poner en obra lo cotidiano. Crear una contracorriente del arte apasionada y seductora donde todo pueda ser posible, intentando que de nuevo algo brille. Crear la más potente de las ilusiones con la esperanza de desaparecer en la obra. Y por fin ver con los ojos desmesuradamente abiertos una vida otra.
Nicolas Bourriaud, Formas de vida. El arte moderno y la invención de sí, Murcia, Cendeac, 2009, p. 11.
Jean Baudrillard, La ilusión y la desilusión estéticas, Caracas, Monte Ávila Editores, 1997, p. 32.